¿Cambiamos las religiones por el fanatismo tecnológico?

¿Cambiamos las religiones por el fanatismo tecnológico?
Photo by Igor Saikin / Unsplash

Escribo este artículo después de una conversación que tuve en una red social pública, donde descubrí (una vez más) que hay guerras más intensas que las políticas o las del fútbol. No, no hablo de Real Madrid vs. Barcelona ni de Pepsi vs. Coca-Cola… hablo de algo mucho más serio: Apple vs. Samsung vs. Google (y toda su tropa de marcas que quieren entrar en la pelea).

Siempre me ha gustado la tecnología, eso es verdad, pero nunca me he considerado un fanático de una marca en específico y por eso he probado muchas herramientas y apps en poco tiempo. ¿Que me gustan ciertas cosas? Claro, pero de ahí a tatuarme una manzana mordida o un logo de Android en el brazo, no gracias. Tampoco soy de los que persiguen todo lo gratis solo por ser gratis; he usado de todo, sí, pero siempre con el propósito de llegar a algo más útil.

Lo que me sorprende hoy es este fenómeno tecnológico sin precedentes; los llamados “fanboys”. Una especie de hinchada digital que no anima a un equipo de fútbol ni a un deporte en particular, sino a gigantes tecnológicos multimillonarios que, por cierto, ni saben que existen. Y lo más curioso (y divertido) es ver cómo estas comunidades crecen cada día, defendiendo con uñas y dientes a marcas que, al final del día, les venden un teléfono, no una salvación eterna.

Hagamos una antesala...

Desde los años 70 la tecnología ha venido evolucionando de forma muy rápida, antes de forma teórica, hoy con las IA de formas muy prácticas y accesibles para casi todo el mundo. Sin embargo, antes se creía que con más tecnología el ser humano sería un súper humano (en cierto modo si lo somos), pero con la llegada de más tecnología, siento que nos hemos vuelto más ciegos. Cuando se comenzó con la tecnología, existían reglas básicas de "ten cuidado con lo que expones, tu privacidad es importante, deja tu vida privada para ti"; pero eso cambió por completo con el nacimiento de las redes sociales. Ahora, las grandes tecnológicas te venden el "hazte visible y no te preocupes por nada, estás bien con nosotros".

Lo curioso es que este cambio no fue un accidente. Estudios de psicología digital y economía del comportamiento muestran cómo plataformas como Facebook, Instagram o TikTok están diseñadas para mantenernos enganchados, utilizando técnicas de refuerzo intermitente muy similares a las de las máquinas tragamonedas. Shoshana Zuboff lo define en su libro La era del capitalismo de la vigilancia como un modelo donde nuestra vida privada deja de ser nuestra, para convertirse en materia prima que alimenta algoritmos publicitarios. El problema es que la narrativa del "compartirlo todo" fue tan poderosa que terminó desplazando aquella prudencia inicial de internet, donde incluso existían manuales de organizaciones como la Electronic Frontier Foundation (EFF) que recordaban a los usuarios la importancia del anonimato y la seguridad digital.

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Hoy nos encontramos en un escenario donde la privacidad no es la regla, sino la excepción. Investigadores como Tristan Harris (ex Google y creador del Center for Humane Technology) han advertido que hemos pasado de ser usuarios de la tecnología a ser literalmente moldeados por ella, con sesgos cognitivos explotados a diario para mantenernos conectados. Un ejemplo de este fenómeno se muestra de forma clara en el documental The Social Dilemma, donde se explica cómo las redes sociales manipulan nuestra atención. ¿Y el resultado? Una especie de “religión tecnológica” donde la fe ya no se deposita en dioses invisibles, sino en corporaciones que manejan nuestros datos con promesas de seguridad y progreso.

Los fanboys de las marcas de teléfonos ¿La nueva devoción?

Si antes la religión dividía a pueblos enteros, hoy vemos algo muy parecido con los fanboys de las marcas de tecnología, especialmente en el mundo de los teléfonos móviles. Apple y Samsung, por ejemplo, no solo compiten en innovación, también han logrado construir auténticas comunidades de creyentes. No importa si hablamos de un nuevo iPhone o de la última serie Galaxy, los debates en foros y redes sociales se parecen más a discusiones doctrinales que a simples comparaciones de productos.

El fenómeno ha sido estudiado incluso desde la psicología del consumidor: investigadores lo llaman “brand loyalty”(lealtad a la marca), y cuando alcanza niveles extremos, se transforma en un comportamiento casi sectario. Un estudio publicado en el Journal of Consumer Research explica que las marcas logran crear identidades compartidas, generando que el usuario sienta que pertenecer a una marca es parte de quién es. Esto se refleja claramente en comunidades como MacRumors para usuarios de Apple o SamMobile para seguidores de Samsung, donde la defensa de la marca va más allá de lo racional.

Las propias compañías alimentan este fanatismo con estrategias de marketing muy calculadas. Apple, por ejemplo, no vende un simple teléfono: vende “el iPhone”, un objeto de estatus que simboliza innovación, diseño y pertenencia a un grupo selecto. Samsung, por su parte, juega con la narrativa de la libertad, la personalización y el poder del hardware. En ambos casos, el fanboy no compra un dispositivo, compra una identidad. El sociólogo Kevin Roberts lo describe en su libro Lovemarks como el paso de una marca normal a una “marca amada”, un punto donde ya no importa la lógica, sino la emoción.

Y así, la guerra tecnológica de los teléfonos se convierte en una especie de “cruzada moderna”, donde no se debate religión, sino cuál cámara es mejor, qué procesador es más rápido, o qué sistema operativo es más “libre”. El problema, como siempre, es que este fanatismo nos hace olvidar que, al final, la tecnología debería servirnos a nosotros, no al revés.

El problema real (la guerra cambió de campo)

Durante años, las críticas entre usuarios de distintas marcas se centraban en el diseño: que si el iPhone tenía “notch” y era ridículamente caro, que si los Galaxy parecían experimentos con curvas innecesarias, que si los Pixel de Google eran minimalistas pero aburridos. Esa guerra alimentó el fanatismo y dividió comunidades enteras. Pero hoy, irónicamente, los teléfonos de gama alta de Apple, Samsung y Google se parecen cada vez más entre sí; grandes pantallas rectangulares, módulos de cámaras gigantes, acabados en vidrio o aluminio y prácticamente el mismo concepto de “teléfono premium”. Lo que antes era motivo de burla ahora parece haberse fusionado en un diseño estándar global.

La consecuencia es clara, el campo de batalla ya no está en el hardware, sino en el software. La verdadera guerra está en quién ofrece un ecosistema más integrado y quién consigue mantener a sus usuarios atrapados en él. Apple lo hace con iOS y su ecosistema cerrado de apps y servicios, Samsung con One UI y su alianza con Android/Google, y Google con la promesa de la “experiencia Pixel pura” y la inteligencia artificial integrada. En todos los casos, los usuarios ya no discuten tanto si un teléfono es “bonito o feo”, sino qué sistema operativo es más rápido, qué actualizaciones duran más o qué funciones de IA sorprenden más.

Lo curioso es cómo los fanáticos justifican los cambios de narrativa según su marca favorita. Antes los usuarios de Android criticaban al iPhone por ser demasiado caro, pero hoy Samsung tiene modelos incluso más costosos, y sus defensores lo justifican porque “innova en pantallas plegables” o "tiene más potencia de los iPhone's". Antes los usuarios de Apple justificaban el precio diciendo que era la marca más innovadora, pero ahora que Apple innova mucho menos, el argumento cambió: “no innova, pero es más estable y confiable”. En ambos casos, los fanboys se adaptan al discurso que las marcas quieren vender.

El problema, entonces, no es la guerra tecnológica en sí, sino que las marcas son las únicas ganadoras. Los usuarios creen estar defendiendo su identidad, pero lo que hacen realmente es sostener estrategias de marketing multimillonarias que normalizan precios cada vez más altos y, al mismo tiempo, nos convencen de que lo necesitamos para sentirnos actualizados y más conectados con la tecnología.

Capitalismo, consumismo y la ignorancia tecnológica infundida

Quiero dejar algo claro. Yo apoyo el capitalismo y el consumismo, eso no quiere decir que no deba opinar. Me parece natural que las empresas compitan, que creen productos cada vez mejores y que nosotros, como consumidores, tengamos opciones. El progreso necesita de esa dinámica para seguir innovando. El problema no es que las marcas quieran vender, el problema es lo que hacen muchas de ellas con las personas para lograrlo. Hemos llegado a un punto donde más que experimentar lo mejor de la tecnología, una gran parte de los usuarios pasa su tiempo defendiendo marcas, como si fueran equipos de fútbol, en lugar de exigirles transparencia, innovación real y respeto por la privacidad.

Es una especie de ignorancia tecnológica infundida, en lugar de enseñar a la gente a usar la tecnología para resolver problemas, crear o mejorar su vida, se les entrena para convertirse en embajadores gratuitos de una empresa. Se gasta más energía en demostrar que “mi marca favorita es mejor que la tuya” que en aprovechar las posibilidades que la tecnología ofrece. Al mismo tiempo, esas mismas compañías no tienen ningún reparo en monetizar cada segundo de nuestra atención y cada dato personal que compartimos, mientras nos sonríen con campañas de marketing que apelan a valores como la creatividad, la libertad o la conexión humana.

Lo que vemos es un círculo vicioso, las empresas alimentan la ilusión de pertenencia, los fanboys la refuerzan con pasión ciega, y el consumidor promedio termina atrapado en un ecosistema donde lo que menos importa es la libertad de elegir. Al final, quien realmente gana no es el usuario ni la sociedad, sino las corporaciones que han aprendido a manipular nuestras emociones, convertirlas en estadísticas y luego en millones de dólares.

Una recomendación necesaria: criticar también es avanzar

Quiero dejar claro algo que muchas veces se olvida. Lo mejor que podemos hacer es aprovechar la tecnología, pero también exigir cuando algo no funciona como debe. Si el precio de un dispositivo es demasiado alto, si un servicio no cumple lo que promete, o si una actualización limita en lugar de mejorar, hay que decirlo. Esa es la esencia del capitalismo y del progreso: la crítica no destruye, al contrario, impulsa a que todo siga avanzando.

El error es pensar que criticar a tu marca favorita le hace daño. No es así. Las compañías no se hunden porque un usuario diga que algo no le parece; de hecho, muchas veces esas críticas son las que obligan a mejorar productos, bajar precios o replantear estrategias. Lo peligroso es lo contrario; callar, ignorar lo que no está bien y normalizar prácticas abusivas. Ahí es cuando nos volvemos más ignorantes, porque dejamos de leer, de investigar y de cuestionar, para limitarnos únicamente a repetir lo que otros dicen.

Y en este punto entra otro problema; la dependencia de los “influencers tecnológicos”. Muchos usuarios forman su opinión a partir de lo que dice un youtuber famoso que, en la mayoría de los casos, tiene su propia polarización. Es normal, necesitan defender a una marca porque eso les ayuda a monetizar su canal, conseguir patrocinios y mantenerse relevantes. Pero si solo vemos esa versión y no buscamos más información, terminamos creyendo que una crítica legítima es un ataque, cuando en realidad debería ser lo más natural en un mercado libre.

Por eso, mi recomendación es simple: usa la tecnología, disfrútala, pero nunca dejes de cuestionar. Criticar con fundamento no es ser hater, es ser un consumidor consciente que entiende que las marcas trabajan para nosotros, no nosotros para ellas.

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